John Fante, el magnífico

En Escritor Fantasma sabemos que veo a John Fante (1909-1983) saliendo de Los Ángeles un día caluroso. Son las siete de la tarde y marcha rumbo al frío: concretamente a Boulder, Colorado, donde sigue viviendo su familia. Nadie lo espera allí, aunque su madre no ha dejado de rezar para que regrese y es el único lugar al que puede volver. Los estrechos asientos de cuero hierven de calor: así lo escribirá en Sueños de Bunker Hill, la novela dictada a su esposa Joyce en 1981, cuando ya se ha quedado ciego pero sigue mirando, dentro de su recuerdo, sus años como joven guionista en el Hollywood de los años 30.

Sin embargo, en el preciso momento en que John Fante se sube a ese autobús se siente totalmente derrotado. Los Ángeles le ha resultado una ciudad demasiado difícil, demasiado volátil dentro de sí mismo. Sus alteraciones de humor, los días y las noches con venenos de cócteles furiosos, esos rostros cambiantes de mujeres hermosas al entrar y salir de hoteles fastuosos donde él se siente siempre un animal perdido que sólo encuentra fuerza en el alcohol, le han ido marcando una sensación de permanente extrañeza o bestia herida. Por eso se decide a dejarlo todo atrás e internarse en Nevada, en uno de esos autobuses que cruzan el país en sus noches extensas de largas carreteras, para recuperar la parte de sí mismo que se ha quedado atrás.

En Escritor Fantasma sabemos que así, pasará del calor dorado y pegajoso de Los Ángeles a una tormenta blanca al entrar en Nevada, parando en Utah y en Wyoming antes de llegar a Boulder. Este es un momento importante en la vida de Fante: cuando vuelve a mirarse en su familia, en el escenario que había abandonado buscando el oropel hollywoodiense, es más consciente que nunca de que el regreso ha dejado de ser una opción.